martes, 28 de septiembre de 2010

Domicilios, 19









Dudaba entre encerrarme o abandonar la casa. Mantuve durante dos meses, mientras hubo comida, la primera opción. Luego subí al tejado y salté al callejón trasero. Dejé el hogar. Al menos hasta el invierno. Cuando ya no importara pisar las hierbas de la escalera de acceso.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Experiencias cutáneas

Pertenezco a una familia de leprosos. Sí, pertenezco a una familia de leprosos, o al menos así lo consideré durante toda la infancia. Mis primas Las Cacharritas podían bañarse en la piscina pero no su hermano que, al reblandecerse, dejaba buena parte de la epidermis, y quizá de la dermis, flotando sobre unas intensamente cloradas aguas en previsión de zambullidas clandestinas. Hablo de la década de los cuarenta, de la piscina de la casa de veraneo de mis tíos Higinio y Consuelo (hermana de mi padre), del pueblo barcelonés llamado entonces Caldetas y de mi primo político, hijo de un hermano de mi tío Higinio. En cualquier caso, el niño, del que no recuerdo su verdadero nombre (a nivel interno era conocido por El Leproso), pertenecía de modo indiscutible al sector menos influyente de La Familia. También, en aquellos años, volví a ver despojos flotando gracias a una excursión al santuario de Lourdes organizada por el colegio de San Ignacio donde cursaba Preparatorio: sumergían a los enfermos en unas sombrías piletas que, quizá por eso, por el color mate de la superficie, permitía ver las pústulas y otras excrecencias arrebatadas de aquellas pieles amarillentas. Finalmente, el balneario de La Puda de Montserrat, ahora en ruinas, fue el tercero y definitivo escenario en el que se me permitió ver tamaño espectáculo: mi abuela materna Carmen tomaba las aguas y, en una visita dominical realizada con mi padres, aproveché el sopor en que los adultos se sumían tras la copiosa y renombrada comida para escaparme del férreo control y recorrer a la carrera el laberíntico edificio hasta llegar extenuado a una especie de galería que, como los anfiteatros de los quirófanos, permitía observar la zona de baños en la cual, en ese momento de lógica ausencia de bañistas, unas empleadas, que por su atuendo me parecieron monjas, pasaban sobre el agua inmóvil unos artilugios con los que recogían como cáscaras de fruta que iban echando dentro de pequeñas palanganas.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Podenco galgo en Zuheros








No sabía qué hacer con esta foto. Guardada
durante año y medio por temor a que alguien
pudiera asimilarla a esa cruenta sucesión que
comienza con el mísero cazador y sigue con el
desventurado galgo, la soga y el ahorcamiento.
Pero fue tan intensa la corriente de simpatía
que establecí con este animal que he decidido
exhibirla como un necesario homenaje.


Foto: Vidal Martín Sancho

lunes, 20 de septiembre de 2010

Abundancia

Parece que está acabando la temporada de las mamas supernumerarias, es decir, parece que está acabando la temporada en que por la poca o nula ropa que lucen las mujeres es posible contemplar este simpático fenómeno de la naturaleza. Son dos mis experiencias vitales relacionadas con esta alteración. La primera, participativa como era propio en la etapa adolescente, queda recogida en el texto “Múltiples” perteneciente a la sección “Lances sexuales” del libro Papur. Ahora, entrado en la etapa senil en la que lo pasivo (la condición de mirón para decirlo sin ambages) es lo habitual y lo más confortable, he vivido una culta y científica segunda experiencia (no incluyo en esta lista las exploraciones de mamas múltiples que en la facultad de Medicina tuve ocasión de llevar a cabo ni, tampoco, las fugaces visiones, en espacios públicos, de mujeres así dotadas). Digo que encontré, en un armario que hacía de biblioteca en la casa rural alquilada la segunda quincena de este agosto en la localidad cántabra de Castro Urdiales, un librito en octavo, bien encuadernado y conservado, firmado por J. Mh. y que no era otra cosa que un tratado de mitología: Compendio de la Mitolojía ó Historia de los Dioses y Héroes fabulosos, Imprenta de D. Manuel Saurí y compañía, calle Ancha esquina a la del Regomir, Barcelona, 1828. Así que iba por la página 19 donde se citaba al “confidente Argos que tenía cien ojos y dormía siempre con cincuenta abiertos alternativamente” cuando delante de los dos míos, delante de la silla de mimbre en la que estaba sentado frente a una pequeña piscina, irrumpió una joven de unos veinte años, se sacó la ropa y quedó desnuda y tumbada sobre una hamaca. No sé cuántos minutos transcurrieron pero los cuatro pezones que yo podía ver, los correspondientes a la mitad izquierda de su cuerpo, comenzaron primero a contraerse y luego a aumentar de tamaño en un proceso eréctil que los manuales denominan Telotismo Espontáneo y del que muchos dudábamos de su existencia y, sobre todo, en su versión multiplicada. Debió de ser el sol el desencadenante; sí, sería el sol, muy fuerte para lo que acostumbra aquí en el norte, de hecho mi mano derecha, la única parte de mi cuerpo desprotegida de los rayos solares, se mantuvo enrojecida el resto de la jornada excepto el dedo índice que, durante el milagro, había quedado como punto de lectura sobre la página 19, donde los 50 ojos.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Mujeres extraordinarias, 1 (a)

No reparé en el parecido hasta que un día lluvioso nos guarecimos en el portal de un colegio y oí a un chiquillo decirle a otro: “¿has visto que cara de caballo tiene esa tía?”. La cosa no me afectó al principio, casi me hizo gracia, pero al acabar el invierno e iniciar la luminosa temporada de excursiones campestres (a las que era tan aficionada) no pude dejar de reconocer que la poderosa mandíbula, los gigantescos incisivos y los colgantes belfos anulaban cualquier consideración benevolente acerca de su físico. Hubo que dejarlo. Mas ahora me viene a la cabeza un aspecto de la etología de esa brava mujer del que no había vuelto a acordarme hasta recibir, en facebook, una invitación para una fiesta en un cementerio. La mujer caballo era propensa a exigir coito en los nichos. Me refiero a nichos nuevos, aún no cerrados por la insalubre losa. Recorríamos el hinterland barcelonés a la búsqueda de cementerios y al atardecer saltábamos la verja (o a veces la tapia, más practicable) e íbamos al encuentro de la zona en la que el camposanto se estaba expandiendo. Allí aguardaba a que mi señora eligiera la taquilla adecuada. Se quitaba la ropa y con gran maestría (era muy flexible) entraba en el hueco. A veces dejaba fuera la mitad inferior del cuerpo; piernas entreabiertas, vientre palpitante. A veces la parte superior; pechos cimbreados, boca humedecida.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Solicitud de ayuda



















¿Alguien conoce a estas personas? La torre Eiffel. Comienzos de los 60. En el reverso de la foto aparece escrito a lápiz, y con mi letra, un lapidario “Antes de la operación”. Sé que a lo largo de mi vida he cambiado varias veces de sexo pero a qué fase corresponde esta imagen y, quizá lo más importante, cuál de esos dos seres fui, o se trata del mismo ser en un hábil montaje.