miércoles, 25 de febrero de 2015

Ventisca



Esquiaba con ímpetu entre fuerte ventisca. No era agradable. Regresó al hotel y al pedir la llave notó su voz alejada. Pensó que la ventisca le había afectado el oído. Pero al ir a ducharse se vio en el espejo. La ventisca le había movido la boca. La había colocado en la nuca. No se duchó. Quedaba una hora de luz. Decidió vestirse y esquiar de nuevo. En otra ladera. La ventisca venía del lado contrario. Se lanzó pista abajo. Hasta cuatro veces. Notó cierto cambio. La boca avanzaba. Pero sin hallar el sitio. El lunes en la oficina nadie dijo nada. Temor y respeto. Ella era la jefa. Al sonar el móvil vieron que lo colocaba en lugar incómodo. Habló desde un pecho. Sin darle importancia. El sábado próximo volvería a la nieve. Anuncian ventisca.


domingo, 15 de febrero de 2015

Mariety y la armónica




Muchas veces el excesivo autoritarismo de los padres produce efectos nocivos a sus vástagos. Es el caso de Mariety que, en un diario hasta ahora secreto, escribe: “Cuando hice la primera comunión mi padre me regaló una armónica en miniatura, marca Hohner, de plata, con una cadenita. Por lo que sea, un día se soltó de su cadenita, me la llevé a la boca y me la tragué sin querer. No me atreví a decirlo y tampoco nadie me preguntó. Unos meses después mis padres me llevaron al médico porque tenía fiebre y me dolía mucho la garganta. Resultó que tenían que extirparme las amígdalas. Yo no sabía nada de amígdalas y simplemente me explicaron que tenían que quitarme de la garganta algo que no debía estar allí porque era lo que me producía el dolor. Estaba segura de que se trataba de la armónica. Me aterraba que descubrieran que me la había comido y que no había dicho nada.” El diario termina aquí. Mariety fallecería antes de ser operada sin que los médicos aclararan los motivos. Y la historia también terminaría aquí si no fuera por Julián Mamarras, el enterrador del cementerio donde se inhumó el cuerpecito de Mariety. Mamarras era dado a la astronomía y muchas veces al oscurecer, con el buen tiempo, se tumbaba sobre una losa, elegida al azar, y escudriñaba el firmamento. Una noche, sería a principios de agosto, oyó un sonido muy agradable que parecía surgir del interior de la tumba. Sobresaltado, leyó, a la luz de la luna, la inscripción sobre la que había reposado su espalda. Se trataba de una niña. Muerta hacía poco. Permaneció un rato immóvil, atento. Y aunque el sonido aún se percibía, se iba atenuando, hasta desaparecer al avanzar la noche. Volvió Mamarras al día siguiente. Y el fenómeno se repitió. Y así en las jornadas sucesivas. Una musiquilla que en el crepúsculo sonaba con cierta potencia y que al pasar las horas desaparecía, como si el frescor nocturno no le conviniera. Julián avisó al forense y, en presencia de los autoritarios padres, se exhumó el cadáver, ya descompuesto. Descomposición que producía gases, virulentos a las horas de calor y que, acumulados, se expandían al atardecer, dando vida al instrumento.  



jueves, 5 de febrero de 2015